No puedo dejar de mostrarles esta mirada de Alejandra Roca ,en un fragmento que elegí en relación a los compositores y el arte, a propósito del llamado movimiento romántico [ fines del XVIII , primera mitad del XIX].
Disfrútenlo.
El cuestionamiento a las reglas de composición y valoración de la obra de arte en la música brinda un elocuente ejemplo de la divergencia romántica respecto de la ‘neutralidad’ formal y universalista, y de la irrupción de elementos subjetivos y políticos, en tanto dispositivos neurálgicos de la obra en sí.
El clasicismo de los siglos XVII y XVIII constituyó un programa de racionalización, homogeneización y formalización prescriptiva de la música. El clasicismo procuraba encauzar la inspiración del artista en una serie de reglas, formas estrictas y un sistema racional para la composición (armonías y modos) que denominó como ‘natural’. La noción de belleza dependerá de la rigurosa aplicación de normas armónicas derivadas de las proporciones y la ‘lógica de la naturaleza’.
Este modelo de precisión se consolida con el sistema de notación, desarrollado en el siglo XVI, que administrará el porvenir de la obra limitando la posibilidad de matices o improvisaciones (característica de la música popular), teniendo como objetivo neutralizar ambigüedades y reducir el margen de la interpretación.
La obra musical se asimila así a una pieza de relojería que dispone un mecanismo perfecto para la ejecución en los distintos instrumentos.
El predominio de la subjetividad comenzó a cuestionar la universalidad del lenguaje racionalista sobrepasando las estructuras formales del clasicismo; algunos reconocen este pasaje en la formidable obra de Beethoven.
De la misma forma, Beethoven abogó por la dignidad y la independencia del artista (desaparecen las ‘dedicatorias’ obsecuentes y se opaca la figura de los mecenas) exigiendo el compromiso político del artista. La valoración de la obra ya no se encontrará legitimada por la observancia de reglas específicas, la exigencia se trasladará a la expresión de la emoción, la obra deberá contener y manifestar las propias convicciones.
La valoración estética de impronta romántica impone una noción de belleza sin fines utilitarios (cuestionando la obra de arte complaciente destinada al consumo del burgués ‘traficante de mercancías’) desarticula las proporciones armónicas del clasicismo a partir del ‘desborde de la pasión’, al tiempo que explora los modelos de tensión y conflicto (en forma paralela a la literatura que incorpora el horror, el absurdo, el erotismo, el misticismo, lo onírico, etc.). Por encima de las normas que clausuran la belleza, la obra de arte tiene el objetivo de conmover, estremecer la conciencia.
La imagen del desborde de pasiones y convicciones ideológicas, así como la renuncia a la conveniencia de una ‘lógica de mercado’ (es decir la producción de obras standard, amables, sin contenido crítico) ha impregnado de tal forma la conciencia moderna que muchos identifican este pensamiento como ‘actitud’, y la extienden al arte en general; como si la traza romántica fuese una condición ‘natural’ o ‘espontánea’ del artista o del ‘genio’.
Sin embargo, el movimiento romántico impulsó deliberadamente una severa crítica al desarraigo del lenguaje formal, racional del clasicismo, cuestionó las pretensiones universalistas; anteponiendo la reivindicación de tradiciones artísticas populares (utilización de motivos y temas folklóricos, por ejemplo en Chopin, Lizt, Schumann, Wagner, etc.) y el compromiso político como eje cardinal de la independencia, la integridad y la responsabilidad del artista y su obra (De Candé 1981, Hauser 1994).
Alejandra Roca
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